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Cualquier día como hoy me enfilaba en mi carro hacia la Baja Sur a buscar silencio en el desierto, el paso por San Quintín mostraba siempre el mismo paisaje: los camiones de lámina oxidada llevando hombres y mujeres a los campos, las mujeres de mezclilla, sudadera y el rostro cubierto con un paliacate, cargando bolsas de mandado al atardecer.
Por la ventana miraba a los trabajadores eternamente agachados, arrancando la fresa, los tomates; el olor de la cebolla los esconde por pasillos verdes que son su sitio de trabajo por largas horas de cansancio para sus huesos, bajo un sol atosigante.
Comunidades aisladas dentro de su propio país, sus cuerpos delgados y pequeños han engrandecido la cosecha de las tierras bajacalifornianas a costa de extrañar sus pueblos y vivir en condiciones que poco nos damos tiempo de imaginar, porque nuestro trayecto por los campos es fugaz; uno saborea los frutos que estarán de temporada, las fresas que enrojecen las esquinas de Ensenada pasaron por las manos de los obreros agrícolas en cualquier día en que uno descansaba, pero ellos estaban doblados ante la planta para recibir el mismo poco por tanto trabajo.
¿Por qué han estado tantos años trabajando arduamente y no se ven? se da por hecho que “alguien” trabaja la tierra y ésta responde, pero sus historias y penurias se desaparecen en el viento, porque parece natural que “alguien” tenga que trabajar agotando los músculos para que el estado liste en sus productos frutas y verduras frescas listas para exportarse.
Bajo los techos de láminas también sueñan los jornaleros, se enferman y desean regresar a su hogar, también quieren estudiar y tener descansos dominicales con sus familias, les apetece tomarse una cerveza o un agua de horchata igual que a usted o a mí, también a ellos se les ha venido encima la brutal realidad de este país; y resulta que en un acto que pareciera desproporcionado, exigen ser vistos y escuchados, tal vez ahora que los hemos visto caminando sobre la carretera en grupos solidarios, nos demos cuenta que son muchos, que han levantado un valle agrícola y tienen mucho más que ofrecer culturalmente, aparte de sus manos.
"Yo vengo como todos los hombres, de muy lejos, de muy abajo; pertenezco a la despeinada, descalza y hambrienta multitud mexicana, y he peleado, desde que me acuerdo, por ser mañana distinto al de hoy y pasado al de antier; ser distinto cada día ha sido mi lucha, pero siempre con un horizonte y sin dejar de ser aquel que descalzo anduvo en su niñez", escribió el poeta oaxaqueño Andrés Henestrosa, midiendo con sus palabras a todos los seres humanos, todos somos ajenos a la tierra que nos cobija, llegamos a este punto por pura casualidad, a veces dolorosa a veces cruel y las pocas veces, encrucijada feliz.
Las mujeres del campo de San Quintín no quieren ser invisibles, quizá sólo para los mayordomos que suelen acosarlas durante la pizca, han callado por mucho tiempo, han hablado quedito para no despertar a sus hijos pero se les han atragantado corajes y cansancios, también han trabajado en días que eran destinados para recuperarse de sus partos. Suspiran por una ventana que ha quedado abierta en un lugar lejano donde crecieron.
“La ciudad de los hombres laboriosos, porque para derretir su sed, junto al río muerto, necesitan cavar pozos siete brazas profundos; y rasgar el pecho de la tierra, después de escasos aguaceros, para que dé sus frutos. Y en todos los movimientos de sus actuales habitantes, se repite el valor, el ruido y la desventura de los primeros hombres.” cuenta Henestrosa en Los hombres que dispersó la danza, son los mismos que platican en un parque de Santo Tomás, los viejos con sombreros de palma que han traído sus historias a San Vicente, a Punta Colonet; ahí donde el frío los despierta en la oscura madrugada y donde a tientas se visten para juntarse con la tierra a la que se le pide y exige que rinda más.
La desventura de los jornaleros invisibles se ha plantado a mitad de los caminos, porque de seguir agachados entre las filas de verduras se volverán de nuevo una sombra fugaz que es casi imperceptible a la vista de conductores distraídos, del que se lleva un jugoso tomate a la boca, de quienes admiramos el verdor de un campo generoso que pareciera se ha cultivado así mismo por años…
Por Iliana Hernández Partida
- Poeta, traductora, pintora. Integrante del Consejo Editorial del suplemento Cultural Identidad -
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