“La pobreza no se da sólo naturalmente, sino que su causa es política, en la medida en que el estado es responsable de su desarrollo. Observemos que la pobreza se desarrolla bajo los auspicios de esta unidad político-natural: el mal prospera en vez de ser conjurado. La pobreza se convierte así en una forma del mal; es decir, el mal repartido en vastas masas”. (Schelling. “Conférences de Stuttgart”, pp239).
No debiéramos hablar más de la enfermedad. Esta sería la única cura. En términos concretos, los tratamientos colectivos, los determinan los especialistas, los expertos, científicos o como se quieran hacer llamar. Sí, exactamente, los mismos que no pudieron, no quisieron o tal vez siquiera intentaron, prever lo que nos acontece, los que no tienen remedio ni vacuna. Los mismos que repulsan las palabras, el arte de la política, y todo aquello que no sea efectivo, nos brindan el aliciente, el placebo de que más temprano que tarde la actualidad será una triste anécdota, a riesgo de que tampoco sabrán, cuando volverá a suceder.
Ya nos pusieron el tapabocas, el barbijo o bozal, de forma tal, qué como daño colateral, se nos dificulte el hablar. Insistimos, no creemos que sea necesario, dentro de poco, tal vez, tampoco tengamos derecho a hacerlo, sin pedir permiso para ello.
Por una u otra razón (que bien podría ser la sinrazón del poder en su dimensión absolutizada) se nos gobierna mundialmente (transformando el sueño kantiano en una verdadera pesadilla) por intermedio de la organización plagada de galenos, que les dicen, a cada uno de los gobiernos que votamos, que a hacer o mejor dicho que no hacer.
De tal magnitud es la oclusión a nuestra ya reducida experiencia de lo democrático, que ni siquiera tienen necesidad de exclamarla, como nosotros de reconocerla, tal como nos recomendara Wittgenstein “de lo que no podemos hablar, mejor callar”. Es que la razón instrumental esta probando los resultados de décadas de domesticación y sometimiento que nos infligieron.
No preguntamos, no cuestionamos, no objetamos, no razonamos, obedecemos con la cabeza gacha, con los ojos cerrados, con la promesa de que tendremos la posibilidad de continuar más días en la tierra, a condición de seguir sujetos al lazo del significante amo al que, como tal, sólo se le debe obediencia, anuencia en el mejor de los casos.
Cegados al salir de la caverna, como en la alegoría platónica, no podemos, no queremos o las condiciones imperantes, hacen que se nos haga imposible contemplar, observar, ver o mirar.
Sin embargo, la pobreza como forma de mal (como magistralmente nos señalara Schelling), se nos presenta, sin necesidad de que la develemos o descubramos. Siglos atrás, Lactancio ya nos advertía; “Los demonios hacen que aquello que no es se transforme visible a los ojos de los hombres”.
Lo demoníaco de una enfermedad, a la que se le dota de condiciones humanas cómo si tuviese intenciones relacionadas con nuestra lógica o entendimiento, funge, propicia y podríamos decir, afortunadamente, como ese demonio, que nos enrostra, que nos estampa, que nos pone frente a frente con la pobreza y la miseria, que con tanto afán y notable éxito, la política entendida como ocultamiento de los problemas del otro, para beneficio del selecto grupo de los gobernantes encumbrados, escondieron, disfrazaron y travistieron, haciéndonos creer a todos en general y a cada uno en particular, que nada más se podría hacer de lo que no estaban haciendo.
No es difícil de entender, que los responsables de las cantidades industriales de pobres, marginales y excluidos, ingresen al sistema inmunológico (metafóricamente) del propio virus, para dentro del mismo, usarlo a los facciosos y ruines fines de que todas las responsabilidades que les atañen, tengan que ver con el microorganismo en cuestión y por tanto lo transformen en el más grande y colosal chivo expiatorio de la historia de la humanidad.
Probablemente, muera antes la muerte, justo en el preciso instante de habernos dado cuenta que aún no habíamos nacido, el misterio del tiempo por delante, en la eternidad detenido, de soslayar lo realizado y de hacer con ello, una dimensión más justa, más ecuánime e inclusiva, para no condenar a ningún prójimo ni hermano en la indignidad de la pobreza y la exclusión, por el temor a lo desconocido.
Fotografía por Shail Sharma en Unsplash
Por Francisco Tomás González Cabañas
Escritor y Conferencista
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