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Regresa la música callejera

Foto del escritor: Mario Arturo RamosMario Arturo Ramos

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La vida con el COVID 19, transcurre entre la sana distancia y el cubrebo­cas milagroso -en algunos lugares, represivo-; en la creatividad que escapa de la inmovilidad como medicina preventiva; con actos de solidaridad heroicos, anónimos, con la protesta viva contra el racismo. Con la muerte a toda noticia. En su andar de péndulo -entre otras cosas-, apagó por un buen tiempo la música de la ciudad; esa que florece en calles, mercados, transportes, espacios públicos, con intérpretes, ejecutantes, agrupaciones, que se ganan el pan con la melodía del verso, las letras del ritmo; el sudor de la voz o del instrumento.


La historia de la música callejera tiene siglos de existencia, los lugares citadinos donde se desarrolla en las viejas y nuevas ciudades, son escenarios naturales para todos los géneros de música de salas de con­cierto o populares, con solistas, conjuntos profesionales o “aventados”, que transitan entre el ingenio y el oficio. Constituyen la parte amable de los paisajes sonoros cosmopolitas; la fuente de trabajo que la pan­demia enferma con dureza y que espera la señal para recuperar la ruta. En su pluralidad se encuentra su vi­talidad, que la convierte en ejemplo de la convivencia pacífica citadina; sin embargo, en su dialéctica exis­tencial, muchos de los que la culti­van son perseguidos, excluidos, se­gregados, ignorados.


Inicié el texto parafraseando “Casas de cartón”, del cantor boli­variano, Ali Primera; en estos calen­darios que giran en torno al corona­virus, las calles han perdido sus no­tas musicales, producto del talento, el oficio y el hambre. Los centros de –casi- todas las ciudades alrededor del mundo, son foros para músicos y cantores que salen a desafiar el cli­ma, la incomprensión, la prisa dia­ria. Buscan monedas o un ramo de aplausos, una sonrisa o el silencio cómplice.


Como siempre en las epidemias, el centro de la vieja Tenochtitlan, es considerada zona de alto peligro de contagio, por lo tanto, limitar su ac­tividad comercial y oficial, que son el motor principal de su intenso movimiento de más de millón y medio de personas diarias fue medida de prevención lógica. A pesar del "Quédate en casa", algunos despistados o necesitados siguieron transitándolo como figuras fantasmales que cumplen su destino.


En la búsqueda de víveres encontré a Andrés vagando, no traía guitarra, pero si su saco de frac reu­mático; su sombrero de copa que había pertenecido al mago “Tom”, famoso en circos y plazas, que se lo regaló una noche que las copas le cambiaron los trucos cardinales al mago y se quedó dormido en una banca. Andrés cuidó hasta la maña­na siguiente sus secretos mágicos, salvándolo de las ratas de dos y cua­tro patas, al despertar, en agradeci­miento Tom, le obsequió el sombre­ro y un conejo dócil que utilizaba en su “shows “, que tenía como peculia­ridad que obedecía a su amo como perrito faldero siguiéndolo a cam­bio de hojas de lechuga. Claro la vi­da del cantor callejero no es un le­cho de rosas, por lo tanto, en una crisis- no como ésta- el regalo ter­minó en un estofado sabroso, el tro­vador siempre que cuenta la viven­cia, señala que “el sombrero no era comestible”.


Cuando encuentro al cantor, lo invito a tomar café o a fumar un ci­garro; me gusta escuchar su opinión sobre las escenas que ha vivido, co­mo una que siempre revolotea en mi mente… Fue capturado por no traer licencia para cantar en la vía pública, tampoco para el refresco de los “polis” que lo llevaron a la delegación para ser sancionado; después de un buen rato lo turnaron con el funcionario que le impondría la multa o el arresto; al verlo con el saco de frac descolorido, su sombrero de mago y la guitarra abrazada como prenda amada, el burócrata sentenció: “quinientos pesos de multa por andar de trovador sin permiso o 10 días de arresto… melodioso opinó: no los tengo señor y si me deja diez días aquí, se va a fastidiar de oír mi canto. El burócrata con tono salomónico contestó:” te quedaras en la puerta de la Delegación y vas a cantar hasta que juntes la cantidad de la multa o ya sabes, diez días…”


Estaba obscuro y cantó, cantó, no caía nada, sólo el filo helado de la madrugada que lo resignaba a cum­plir el arresto, su cavilación se quebró con la llegada de un grupo de “trajeados”, que apenas podían an­dar. En la entrada de la Delegación armaron un zafarrancho, antes que los metieran al “bote”, a uno se le ca­yó un reloj, él, continuaba con las de "Fello"; el dizque Rolex en su hui­da se refugió en el estuche de la lira. Enojado el de la barandilla por el re­lajo, a todos los metió en la misma celda; trató de quedarse dormido, de olvidar su infortunio; de pronto lo despertaron los gritos que discu­tían por un reloj, se levantó, después de preguntar ¿quién era el dueño? se lo entregó. Al rato llegó un aboga­do a pagar la multa de los liosos, al despedirse, Manuel, -así se llamaba el propietario-, preguntó de cuán­to era la multa, dijo: “ahorita la pagan, te veo afuera”, al poco tiempo gritaron: “Andrés, a la reja con todo y guitarra”, pensó que era una vacilada, un bolero descuadrado.


Salió a la calle, ahí estaba el benefactor con un “cochezote gris,” regañando al chofer. Al verlo gritó, venga mi cancionista hay mucho que cantar y usted sígale con “El rey” de José Alfredo. Lo que siguió fue pura bohemia, medio dormir, cantar y cantar, eso sí, comida de todo, bebida igual y más; una semana después del “atorón” donde conoció al de la fiesta, como canción de Chava Flores se volvió a armar otra pelea en su círculo de amigos, llegaron los jenízaros y de nuevo al “bote”; en la mañana se repitió la escena del abogado pagando la multa por la riña, Manuel se le quedó viendo y dijo, “te espero afuera”, al oír la voz marcial que decía Andrés a la reja con todo…, se negó a salir, prefirió pasar los diez días de pena que se­guirle la carrera al del Rolex. Le pregunté por su guitarra…” tengo bien guardada a la Callejera esperando a mañana, 30 de junio, para seguirle –contestó-, porque amigo, después del encierro las ciudades continuarán y con ellas, la música”.


Al despedirnos enfilé rumbo al mercado de la colonia donde está mi domicilio; la búsqueda de alimentos frescos dos veces a la semana me lleva a romper la disciplina del aislamiento por algunos minutos, el centro de consumo es uno de los puntos de reunión de músicos, cantores y parroquianos que “talonean” la sobrevivencia. Los últimos meses se encontraba callado, triste co­mo las calles aledañas, sin canto y música. De pronto entre los locales y puestos escuche el sonido de un tambor y una guitarra, acompañando a una voz gutural que medio entonaba un bolero. Me dio taquicardia, la ciudad recuperaba parte de su dinámica; los cantores y ejecutantes otra vez encuentran su expresión artística y su posibilidad de sobrevivir, a toda vela navega “la nueva normalidad” y con ella regresa la música: la Callejera.

 

Por Mario Arturo Ramos

Poeta y Autor


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