![portuguese-gravity-JdrvbrZ11y0-unsplash](https://static.wixstatic.com/media/a27d24_dc12b5b7a31e4e9a990aa489078428b0~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_577,al_c,q_85,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/a27d24_dc12b5b7a31e4e9a990aa489078428b0~mv2.jpg)
La vida con el COVID 19, transcurre entre la sana distancia y el cubrebocas milagroso -en algunos lugares, represivo-; en la creatividad que escapa de la inmovilidad como medicina preventiva; con actos de solidaridad heroicos, anónimos, con la protesta viva contra el racismo. Con la muerte a toda noticia. En su andar de péndulo -entre otras cosas-, apagó por un buen tiempo la música de la ciudad; esa que florece en calles, mercados, transportes, espacios públicos, con intérpretes, ejecutantes, agrupaciones, que se ganan el pan con la melodía del verso, las letras del ritmo; el sudor de la voz o del instrumento.
La historia de la música callejera tiene siglos de existencia, los lugares citadinos donde se desarrolla en las viejas y nuevas ciudades, son escenarios naturales para todos los géneros de música de salas de concierto o populares, con solistas, conjuntos profesionales o “aventados”, que transitan entre el ingenio y el oficio. Constituyen la parte amable de los paisajes sonoros cosmopolitas; la fuente de trabajo que la pandemia enferma con dureza y que espera la señal para recuperar la ruta. En su pluralidad se encuentra su vitalidad, que la convierte en ejemplo de la convivencia pacífica citadina; sin embargo, en su dialéctica existencial, muchos de los que la cultivan son perseguidos, excluidos, segregados, ignorados.
Inicié el texto parafraseando “Casas de cartón”, del cantor bolivariano, Ali Primera; en estos calendarios que giran en torno al coronavirus, las calles han perdido sus notas musicales, producto del talento, el oficio y el hambre. Los centros de –casi- todas las ciudades alrededor del mundo, son foros para músicos y cantores que salen a desafiar el clima, la incomprensión, la prisa diaria. Buscan monedas o un ramo de aplausos, una sonrisa o el silencio cómplice.
Como siempre en las epidemias, el centro de la vieja Tenochtitlan, es considerada zona de alto peligro de contagio, por lo tanto, limitar su actividad comercial y oficial, que son el motor principal de su intenso movimiento de más de millón y medio de personas diarias fue medida de prevención lógica. A pesar del "Quédate en casa", algunos despistados o necesitados siguieron transitándolo como figuras fantasmales que cumplen su destino.
En la búsqueda de víveres encontré a Andrés vagando, no traía guitarra, pero si su saco de frac reumático; su sombrero de copa que había pertenecido al mago “Tom”, famoso en circos y plazas, que se lo regaló una noche que las copas le cambiaron los trucos cardinales al mago y se quedó dormido en una banca. Andrés cuidó hasta la mañana siguiente sus secretos mágicos, salvándolo de las ratas de dos y cuatro patas, al despertar, en agradecimiento Tom, le obsequió el sombrero y un conejo dócil que utilizaba en su “shows “, que tenía como peculiaridad que obedecía a su amo como perrito faldero siguiéndolo a cambio de hojas de lechuga. Claro la vida del cantor callejero no es un lecho de rosas, por lo tanto, en una crisis- no como ésta- el regalo terminó en un estofado sabroso, el trovador siempre que cuenta la vivencia, señala que “el sombrero no era comestible”.
Cuando encuentro al cantor, lo invito a tomar café o a fumar un cigarro; me gusta escuchar su opinión sobre las escenas que ha vivido, como una que siempre revolotea en mi mente… Fue capturado por no traer licencia para cantar en la vía pública, tampoco para el refresco de los “polis” que lo llevaron a la delegación para ser sancionado; después de un buen rato lo turnaron con el funcionario que le impondría la multa o el arresto; al verlo con el saco de frac descolorido, su sombrero de mago y la guitarra abrazada como prenda amada, el burócrata sentenció: “quinientos pesos de multa por andar de trovador sin permiso o 10 días de arresto… melodioso opinó: no los tengo señor y si me deja diez días aquí, se va a fastidiar de oír mi canto. El burócrata con tono salomónico contestó:” te quedaras en la puerta de la Delegación y vas a cantar hasta que juntes la cantidad de la multa o ya sabes, diez días…”
Estaba obscuro y cantó, cantó, no caía nada, sólo el filo helado de la madrugada que lo resignaba a cumplir el arresto, su cavilación se quebró con la llegada de un grupo de “trajeados”, que apenas podían andar. En la entrada de la Delegación armaron un zafarrancho, antes que los metieran al “bote”, a uno se le cayó un reloj, él, continuaba con las de "Fello"; el dizque Rolex en su huida se refugió en el estuche de la lira. Enojado el de la barandilla por el relajo, a todos los metió en la misma celda; trató de quedarse dormido, de olvidar su infortunio; de pronto lo despertaron los gritos que discutían por un reloj, se levantó, después de preguntar ¿quién era el dueño? se lo entregó. Al rato llegó un abogado a pagar la multa de los liosos, al despedirse, Manuel, -así se llamaba el propietario-, preguntó de cuánto era la multa, dijo: “ahorita la pagan, te veo afuera”, al poco tiempo gritaron: “Andrés, a la reja con todo y guitarra”, pensó que era una vacilada, un bolero descuadrado.
Salió a la calle, ahí estaba el benefactor con un “cochezote gris,” regañando al chofer. Al verlo gritó, venga mi cancionista hay mucho que cantar y usted sígale con “El rey” de José Alfredo. Lo que siguió fue pura bohemia, medio dormir, cantar y cantar, eso sí, comida de todo, bebida igual y más; una semana después del “atorón” donde conoció al de la fiesta, como canción de Chava Flores se volvió a armar otra pelea en su círculo de amigos, llegaron los jenízaros y de nuevo al “bote”; en la mañana se repitió la escena del abogado pagando la multa por la riña, Manuel se le quedó viendo y dijo, “te espero afuera”, al oír la voz marcial que decía Andrés a la reja con todo…, se negó a salir, prefirió pasar los diez días de pena que seguirle la carrera al del Rolex. Le pregunté por su guitarra…” tengo bien guardada a la Callejera esperando a mañana, 30 de junio, para seguirle –contestó-, porque amigo, después del encierro las ciudades continuarán y con ellas, la música”.
Al despedirnos enfilé rumbo al mercado de la colonia donde está mi domicilio; la búsqueda de alimentos frescos dos veces a la semana me lleva a romper la disciplina del aislamiento por algunos minutos, el centro de consumo es uno de los puntos de reunión de músicos, cantores y parroquianos que “talonean” la sobrevivencia. Los últimos meses se encontraba callado, triste como las calles aledañas, sin canto y música. De pronto entre los locales y puestos escuche el sonido de un tambor y una guitarra, acompañando a una voz gutural que medio entonaba un bolero. Me dio taquicardia, la ciudad recuperaba parte de su dinámica; los cantores y ejecutantes otra vez encuentran su expresión artística y su posibilidad de sobrevivir, a toda vela navega “la nueva normalidad” y con ella regresa la música: la Callejera.
Por Mario Arturo Ramos
Poeta y Autor
![](https://static.wixstatic.com/media/599a4e_9b9192c4a33346bba375c6b4dd107bbd~mv2.jpg/v1/fill/w_980,h_345,al_c,q_80,usm_0.66_1.00_0.01,enc_auto/599a4e_9b9192c4a33346bba375c6b4dd107bbd~mv2.jpg)
Comments